Folletín extraperiodístico (III): Senderos de gloria y un petate

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Lo cual que me hizo médico la puerilidad de curar a mi abuela. Mi primer modelo profesional fue el doctor Oria. En una calle céntrica, creo que en el 2º piso, tenía un consultorio abarrotado de madres e infantes, según recuerdo con honorarios muy filantrópicos. Escuchaba los síntomas en reconcentrado silencio –los contaba tu madre, tú eras un espectro afásico-, luego te auscultaba con el frío místico del estetoscopio y a continuación, fuera cual fuera el problema, te ordenaba deglutir una papilla de silicatos y te metía en la máquina de radioscopia, como una momia vertical y acojonada.

(Yo me he tragado cosas que los seres humanos no podríais creer. Intestinos taponados de yeso más allá de la puerta de Tannhäuser. Plantillas rocosas bajo mis torturados pies planos, aunque me libré del ejército por pies cavos. Kilos de rayos X atravesándome las carnes en la penumbra del doctor Oria… Todo eso se diluirá como lágrimas en la lluvia, pero ¡ay de los pobres vecinos, en tiempos que reservaban el plomo para las cañerías!)

Luego, el doctor Oria, arquetipo de la serenidad, escribía con trazo firme en su mesa de madera medieval, e invariablemente se levantaba para tomar un libro de su gigantesca estantería, y lo consultaba con adusta circunspección, página adelante, página atrás. Era siempre un libro gordo, un tocho de cojones que misteriosamente atesoraba justo mi padecimiento y el doctor Oria lo desentrañaba como un brujo sapientísimo y mudo. Y acababa recetándome pócimas que seguramente ya no existen (jarabe de manzanas del doctor Mançeau, sellos Tanagel, tintura de yodo) y citaba a mi madre para hacernos otra radioscopia, a mí y a los vecinos.

Para cuando me presenté a mi jefe, era dolorosamente obvio que los Reyes Magos eran los padres y tampoco me creía el teatrillo chamánico del doctor Oria. Mientras sus vecinos cascaban, achicharrados como los de Nagasaki, yo había estudiado con grandes profesores. Grandes de verdad, sin la faramalla del pogüerpoin . Nombraré solo 6, uno por curso: el invencible Porrero (Anatomía), el fantástico Lafarga (Histología), el extraordinario Flórez (Farmacología), el magnífico Manrique (Psiquiatría), mi idolatrado Zubizarreta (Hematología) y el inolvidable García Ballester (Historia de la Medicina). Se rumoreaba que mi jefe no alcanzaba tales cotas, pero yo no fui alumno suyo y solo puedo decir que las malas lenguas lo habían diagnosticado de “intratable, insoportablemente exigente y ásperamente arbitrario y cabezón”. Menudo panorama.

No obstante, yo había regresado de la meseta como un breifjar sin faldas y además, lo digo como lo siento, porque es la pura verdad y ni se compra ni se vende el cariño verdadero, mi jefe no se condujo según anunciaban los agoreros. O bien se había dulcificado considerablemente –cosa muy verosímil, como se verá-, o bien yo le caí en cierta gracia: «Rebelde, el cabrón, pero con fundamento». Ya se ha dicho que de entrada quiso endilgarme alguna milonga, pero ¡amigo!, yo me sabía la insulinoterapia (entiéndase “saber” al estilo médico, que significa no tener ni puta idea, pero sí repetir ideas antiguas como un papagayo solvente) y no digamos la quimioterapia. Quizá por eso, con espíritu de entomólogo, a ver cómo clasificaría aquél insecto (yo) y quién me zurraría con el matamoscas, fue soltando sedal y dándome responsabilidades. La primera, recomponer la relación con Ginecología (a él lo habían mandado a tomar por cofa, porque les decía a sus enfermas que las había operado “el peor ginecólogo de España” ), luego asumir las consultas de mama y ovario y tumores cerebrales y otros higadillos, luego cubrir la planta (soy el único senior del “estado español” que no la ve como Ben-Hur las galeras), luego responder todas las interconsultas (lo hice casi 15 años) y todas las reclamaciones de enfermos (pocas, pero jugosas), y luego…  No se amontonen, habrá hueco para todo.

Por breve tiempo trabajó con nosotros un muchacho llegado de un asteroide donde, al parecer, era encomiable prolongar hasta la merienda una agenda de 10 enfermos y era legítimo/necesario recabar un escáner cérvico-toraco-abdominal-pélvico cada 3 semanas. El pobre –acaso un brillante científico en ciernes- no entendió que lo enviaran a estudiar el ciclo vital de la gaviota y el grácil aleteo de las medusas. El señó diretó nos convocó, a mi jefe y a un servidor, para explicarnos que no lo sustituiría de forma inmediata. A bote pronto le espeté que, en tal caso, me preparase la cuenta porque yo me daba el piro. Reculó, no como el herr Direktor de turno, y por el pasillo mi estupefacto jefe iba rezongando algo de órdago y obstinación. Para mis entresijos, yo me decía que no había sobrevivido a pedruscos disfrazados de plantillas ortopédicas ni a chaparrones luminiscentes de Oria-fotones para cagarme de miedo porque viniera Freddy Kruger.

7 comentarios en “Folletín extraperiodístico (III): Senderos de gloria y un petate

    • A ver si la mantengo en lo nuevo del folletín. Y a ver si un día de estos soy capaz de vincular tu blog con este, porque parece haber cierta incompatibilidad con blogger, o la gracia no me ha llegado al ámbito de la informática.

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  1. Una mañana de mis 11 años (quizá lo cuente en alguna entrega), entraron en mi aula un par de tipos, de la mano de un profesor llamado Agustín. Preguntaron si yo era yo (sí, lo era) y me hicieron varias preguntas sobre una novela de Baroja: «La busca», arranque de la trilogía «La lucha por la vida». Yo les respondí alguna vaguedad sobre la miseria del arrabal. Se fueron, no sé si satisfechos o decepcionados, y Agustín me explicó que eran unos inspectores.

    Sucedía que Agustín me había sugerido escribir unas cuantas páginas comentando la novela. La adquirí en Estudio, una librería casualmente situada dos portales más abajo de la consulta del doctor Oria. (Aún la conservo, igual que la novela que la prosigue, «Mala hierba», en bella edición de la editorial Caro-Reggio.) La cosa es que mi colegio envió mi trabajo, de extranjis, a un certamen literario municipal ¡y lo gané! Cuando se descubrió que el «escritor» tenía 11 años, hubo que mandar unos inspectores para comprobar que no había timo.

    No lo había, pero no me dieron el premio. Quizá en venganza, no leí la tercera novela de la trilogía: Baroja dejó de interesarme y me adentré en el libro de mi vida, «Cien años de soledad». Y hubo después otras lecturas, hasta que llegué a Umbral, el puro fulgor, y ya no hubo razón para emborronar cuartillas. Para bien o para mal, mi vida se decantó por la Medicina y mis ínfulas literarias no se veían a la altura de cualquier mal imitador del maestro.

    Dejé de escribir, pero no de leer. Dejó de interesarme (tanto) la Medicina, pero seguí leyendo, con más atención. Y en 2010 volví a escribir y parece que algunas veces acierto, en lo que yo llamo ensayismo de 800 palabras. Dicen que «periodismo literario» es una expresión redundante. A estas alturas no me voy a meter a filólogo, pero seguiré escribiendo un poco más, a ver si encuentro… el ritmo perfecto. Tengo la íntima y absurda convicción de que existe.

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  2. Por partes, mientras oigo Murder Ballads de Nick Cave &TBS en Youtube:
    Primero, la contraportada. Hay una precuela de tu historia-folletín.
    Te conocí-nos conocimos en el curso imprescindible para oncólogos de El Escorial, Madrid, que fíjate si hace tiempo de ello, que entonces no se sabía (aún) que era imprescindible y todavía se celebraba en Rascafría, Segovia. De allí salió lo más granado de la oncología nacional actual, y tú y yo. Yo ya había dejado de ser adjunto en Valdecilla y tú eras residente en la capital. Y lo tenías muy claro. Ibas a volver a tu ciudad y a triunfar en ella, y a tener una intensa privada (no sé por qué, te me figuraste Corocotta), y pensé que quizá tu vínculo local a Santander te hiciera triunfar. Luego supe que lo estabas consiguiendo, que del destierro a la Residencia, habías hecho ejército con los gines. Ganar ese campo supuso la admiración por parte de todos los que seguíamos «insultando» a los ginecólogos y no sabíamos que con otra actitud se les podía «someter». Te volví a ver en Copenhage – ESMO. Allí te llevaste una cámara de fotos sólo por la tontería de saberte los aminoácidos de una proteína comercial. Ya sospechábamos que eras de AC, y que tus compis de unversidad sabían que no te despeinabas cuando venía examen y seguían a la vez las fiestas, pero eso no impidió que tu fama fuera en crescendo. Y como a todos los de AC, había que pisar. El freno, quiero decir, no sea que despunten demasiado. ¿Explica eso que estés como estás, desinteresado tanto de la Medicina?
    Seguro que en un universo paralelo llegaste antes de irme yo, e hicimos un equipo fuerte, el Gim y el Jam, y le neutralizamos, y conseguimos todo. Claro, que en un tercer universo paralelo, seguimos allí los dos, amargados y sin dirigirnos la palabra… Mejor me quedo como estoy.

    Segundo, las alusiones. Hay otro oncólogo senior en España que está «desterrado» a planta, y la ve como el mejor trabajo de su vida. Yo ahora. Si bien es cierto que «no tener pacientes propios» en consulta es una pequeña carencia, me estoy organizando para seguir haciendo bien mi trabajo y además seguir oncológicamente vivo (llevo una década hibernado).

    Tercero y de momento último -modocobaon- eres un gran escritor y encontrarás el ritmo perfecto. Y la docencia es una herramienta impresionante para ser feliz. Pero -modocobaoff- te necesitamos para curar el cáncer. Que ya está bien de repetir lo mismo de siempre o de hacer lo que han pensado otros. Tengo un par de receptores de tirosinkinasa nuevos por aquí. ¿Te enganchas?

    Fuerte abrazo, esperando más entregas

    Nota: Siempre haz ctrl+c al cometario antes de enviarlo, sobre todo si es largo…

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  3. Recuerdo bien aquella cena, en el antañón Cándido. No sabría decir si los acontecimientos que narras nos han provocado los mismos sentimientos. De hecho, el tinte emocional de las cosas es mucho más mudable que la memoria que guardamos de esas mismas cosas. Al cabo de los años, heridas que parecían irrestañables se han curado sin grandes cicatrices y, al revés, detalles que parecieron banales han adquirido el fulgor de la imperdonable traición.

    Veamos. Esfera clínica. No es que la Medicina me repugne, no. Lo que sucede es que me suscita las siguientes reflexiones: 1) Estoy harto de reestudiarla; cambia a cada paso (no siempre para bien) y obliga a releer y a repensarla, mucho más que la Arquitectura, por ejemplo. 2) Intelectualmente es muy pobre: a unos enfermos les damos A y a otros les damos B, y quizá surja alguna diferencia (empírica), pero no tenemos ni idea de por qué, ni qué significa en realidad, ni si ponemos A o B por una reflexión autónoma o por un estímulo mostrenco. 3) Llevo en la chepa, de muchas gentes, sus problemas más íntimos, sus hijos y nietos, sus terrores… Soy un tipo raro: cuando me entero de que ha fallecido un paciente «especial», manuscribo a su familia un par de folios, glosando lo que fue en vida y ofreciéndome para lo que sea menester. Todavía no sé si hago bien…

    Veamos más. Lo que llaman «perfil profesional». ¿Clínico? Estimable. ¿Docente? En eso, voto a Bríos, no le cedo fácilmente terreno a nadie. ¿Investigador, dice usted? Nunca lo fui. Estoy convencido de que la llamada «investigación clínica» es puro empirismo disfrazado de tecnicismos para simular que es más de lo que es: simple «innovación» (respetable, pero nada que ver con la auténtica investigación). ¿Gestor, dice usted? Dispongo de herramientas para serlo, pero la vida no ha sido propicia en ese aspecto. Vivo perfectamente sin ello. Llevo más de 15 años de tutor de residentes y sé de lo que hablo: la mayoría de los «jefes» son una patulea de bardales. ¿El dinero? No me importa un carajo. Si hace falta más, se trabaja más, eso es todo.

    Dejo para el final lo que SOY. En el fondo, soy un librepensador que roza la acracia. Un tipo solidario que procura ayudar cuando se le pide, un tipo franco que sin embargo no dice todo lo que piensa, sino que prefiere pensar lo que dice. Un tipo que jamás, por ningún «premio», le dará a nadie una puñalada por la espalda. Un tipo íntegro con apenas 3 mandamientos: dignidad es no doblegarse ante la injusticia; lealtad no es sinónimo de sumisión; no tiene sentido llorar, es mejor acumular capital humano. Y entiendo capital humano como todas aquellas habilidades que te permitirían ganarte la vida, al margen de tu profesión «primaria». Escribir, aprender un idioma, viajar, impartir clases de macramé, lo que sea para que el tedio no te llegue al pescuezo.

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  4. Jajajaja (carcajada sincera, junto a los grandes éxitos de Queen en youtube. Ah, la tecnología, que me ha permitido buscar el significado de antañón). Mis recuerdos de aquello van cargados de cariño y buen «filin» (aunque los últimos avances (?) psicológicos presumen que todo recuerdo es falso, prefabricado por nosotros, aunque a veces se acerque a lo que fue). Y témome que además de divergente eres de memoria eidética, con lo que eso duele, sobre todo si uno es oncólogo. Y puesto a libreopinar, diré que haces bien haciendo lo que no hacen los demás cuando atienden a «cancerositos» y sus familias. Yo no tengo esa gracia (literaria) pero les doy mi móvil para «guasapear» lo que quieran y estoy cada día más sorprendido de la prudencia y de la grandeza humana (nuestros coleguis se la pierden, allá ellos)…
    Pero volvamos a lo tuyo. Los oncólogos (y los médicos) somos toscos, muy toscos, enormemente toscos. Por eso creo que el cáncer se cura en ratones desde hace treinta años y todavía no en humanos. Por eso, manejar unos cientos de miles de genes se antoja tarea imposible, cuando los astrónomos se manejan sin problemas con millones de estrellas.
    Y por lo que eres, y porque eso es la vida (que dicen que decía John Lennon antes de que se llevasen la suya), esperamos con ansia nuevas entregas…

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