Del buen yantar

1288344848813Domingo, 8 de noviembre de 2015

La Tierra se formó hace 4.600 millones de años, como un amasijo candente de hidrógeno, carbono, nitrógeno, hierro y otros metales escupidos por supernovas extintas. Diríamos “pronto”, hace 3.500 millones de años, un caldo pobretón de fosfolípidos y aminoácidos dio lugar a las burbujas llamadas “células”, extrañamente capaces de replicarse, a despecho de virus y cataclismos.

A simple vista, nuestro cuerpo parece un mazacote más bien tosco, pero visto por el microscopio se revela constituido por innumerables células. Se las compara con ladrillos, pero es mejor figurárselas como uvas al trasluz: saquitos de pulpa y mosto, con un hollejo a modo de membrana y una pepita central (el núcleo). No viven de aire, sol y lluvia; para mantenerlas lozanas y turgentes hay que alimentarlas con azúcares, grasas, proteínas y otro jugos que solo están presentes en otras células. Al herbívoro le basta pastar verde, pero no deja de tener un rumiar alelado y una lánguida mirada al paso del tren, así que los omnívoros somos más versátiles y despiertos. Jamando de todo, matamos la perra hambre -ese agobio de siglos-, nos fortificamos contra gérmenes y bichos invasores y, encima, damos gusto al gusto.

Comemos lo que haya a mano, según el terruño y el clima; lo más feo, un centollo arácnido, y lo más sugestivo, un tomate reventón. Embuchamos lo crudo (también lo estofado, horneado o frito); lo que está rico y lo que sabe mal, por ejemplo cacao sublimado en manjar chocolate. Triscamos lo de siempre y lo que se pone de moda, traído por pioneros de ultramar y guisado por hechiceros vanguardistas. Zampamos lo fresco y brillante, sin tampoco rechazar viandas resecas, ahumadas, pringadas en escabeche o aplastadas en salmuera. Ingerimos sangre, la hemorrágica del chuletón aizkolari y la negrona de la morcilla. Tiene adeptos la sopa fría de apio y almendras, pero más el bocata de jabugo tocinoso. (Para Gustavo Bueno, el hombre es un mono que come pan; ahí es nada, observó los ciclos del trigo y lo cultivó y molió semillas y mezcló la harina y todo lo arrimó al fuego. Y le metió choriqueso.)

Claro que no toda manduca vale lo mismo, ni para el gusto ni para la salud, pero ninguna dieta es perseguible de oficio, salvo que estipule comer bazofia todos los días y sin desmayo. Las verdaderas jodiendas son la obesidad y la diabetes y la hipertensión, y esas desgracias no sobrevienen por un alimento, el que sea, ni por darse la bigotada navideña. Nos caen encima por el exceso insensato de azúcar y alcohol, la pitanza masiva de grasas, los platazos con toneladas de sal y la mecánica repetición de panzadas monstruosas, justo antes de desplomarse frente al televisor. ¿Y el cáncer? Pues igual; observemos una mínima prudencia. Las salazones, las carnes churruscadas y los embutidos químico-industriales pueden acarrear cáncer (no más que fumar, tostarse al sol sin cremitas o inhalar gases sin mascarilla), pero jamás surgirá un cáncer por degustar unas anchoas, coronar con pizza una tarde de cine o darle la extremaunción a unos callos con salsón.

No ocurre así porque el cáncer lleva su proceso. Para entenderlo, hay que precisar que no todas nuestras células parecen uvas, sino que pertenecen a castas cuya diversidad de formas y funciones recordaría al guirigay del hemiciclo catalán. El buen orden lo ponen genes ovillados en el núcleo-pepita, como minúsculas hebrillas de azafrán donde están grabados el código civil, las leyes migratorias y hasta las pompas fúnebres. Los genes especifican que la célula sea pincho-esbelta o calabazo-gordezuela, azulita o de sonrosado nácar. Unas células reptan como gusarapos, otras acarrean oxígeno, otras atacan a las bacterias, y todas se sienten bellísimas e inmortales, pero sus genes las conminan a crecer lo justo, moverse cuando toca, desempeñar un oficio, comportarse como deben (obreras o reinas, modorras o epilépticas), permanecer estériles o bien reproducirse, pero tener solo las hijas asignadas, ni una más. Un día, en fin, sus genes se hartan de vivir y ¡al camión!

Todo eso, que es normal, se desbarata en el cáncer. Cáncer es caos, el atropello cruel de unos genes que pierden el oremus. Por culpa de venenos –el tabaco, el amianto-, por rayos de trayectoria asesina, por mierdas de hidrocarburos en combustión, por virus enfurecidos o acaso por la necia casualidad –el azar emboscado-, lo que parecía inmutable se derrumba. Células díscolas tienen familia supernumerosa, descacharran la anatomía y se van de okupas a destrozar otros órganos. Pero la cosa no se cuece/tuerce en dos días, no desde luego por medio kilo de salchichas; hacen falta años para que los genes se vayan a tomar por cofa, porque los hay de distintas clases y no suelen fallar todos de golpe.

Primero se dañan los genes/jefes “supresores”. Paternales, bonachones y pacienzudos, son los que atemperan al subordinado alocado, le hablan dulce/despacio, lo invitan al cafelito; odian las prisas y más les aterra que cada uno vaya a su bola, así que aguantan y aguantan. Cuando se infartan -quién lo dijera-, o una conjura de necios les saca de quicio –cosa rara-, se forma nada más que un tumorcillo, apenas una travesura, pero ¡a pinar las orejas!

Luego vienen a cagarla los genes/jefes “promotores”. Talibanes hoscos y nerviosos, se van de caza incluso en tiempo de veda, con sus herramientas de gestión predilectas, o sea el látigo y la patada en el culo. Les importan un carajo los demás departamentos y cuando aferran el timón precipitan un cáncer agresivo de pelotas: si no lo arrancas de cuajo, le metes explosivos en el sobaco o lo sumerges en ácido, el malnacido te devora por las patas.

Por el medio también fracasan los genes/jefes “guardianes”, como el famoso p53, rottweilers que merodean y olisquean para que todas las secciones cumplan al milímetro. A los “supresores” les dice: “¡Ojo, mierdecilla, si te despistas te meto un paquete!”. ¿Y a los «promotores”? Pues les chilla así: “Ándate con tiento, capullo, porque yo soy más que tú, soy más que todos juntos, ¡soy la puta empresa! ¿Lo pillas, colega, o te zampo una hostia?”

La hecatombre sobreviene cuando abdican los supresores y, además, se vienen arriba los promotores y, encima, los guardianes dejan de ladrar. Todo por fases, un desastre largo tiempo anunciado, y todo a la vez, una revolución de gorilas con revólver de la que no podemos culpar a una ración de mollejas más o menos. ¡Qué va! Es la “recompensa” por una obcecación en joder y aniquilar a nuestros pobrucos genes, afogándolos con tabaco, abrasándolos con rayos ultravioleta, empalagándolos con azúcar enlatado, embadurnándolos de colorantes y sepultándolos en lorzas como anacondas. ¡A la calle, que ya es hora de pasearnos a cuerpo!

7 comentarios en “Del buen yantar

    • Hoy mismo veo a una dama preocupada por el cáncer de su padre (con razón) y se apunta nuestra próxima cita en una cajetilla de Winston (perdida la razón). Es la maravillosa incongruencia del ser humano, justo lo que nos hace más interesantes que los robots y otros artefactos de perfectísima imbecilidad.

      Los médicos damos la vara, mira que sí, pero no siempre acertamos con el tono, ni con los motivos de nuestras recomendaciones, porque ni siquiera sabemos bien qué es eso de la «salud». A esta persona concreta, le he dicho textualmente: «Eres una marrana». Se ha echado a reír y el futuro nos dirá si ha servido de algo.

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    • Inefable: dícese que lo que no se puede expresar con palabras. Un ejemplo: el parlamentarismo catalán y, sobre todo, el denominado «prusés». Algo así como un paisaje de colores invisibles donde la ley de la gravedad ha quedado suspendida sine die.

      Lo escribí pensando no solo en la OMS -que siempre dice lo mismo, más o menos-, sino en las sociedades científicas, rancias y aburridas, que no emplean palabras normales. No dicen «chorrada» cuando se trata de una chorrada, sino que emplean latinajos como «en este punto son menester no pocas matizaciones».

      Los sabios alertan contra las carnes «rojas», que por cierto nadie sabe qué coño son. Para unos, son las que en crudo tienen color rojillo o sonrosado, es decir que son ricas en mioglobina. (Claro que no hay un dintel para determinar qué es «rico» en mioglobina y qué no, ni por supuesto qué significa tener más o menos mioglobina en términos de salud.)

      Para otros, son «rojas» las carnes de los mamíferos y «blancas» las procedentes de las aves. Pues bien, ni así; el cerdo se considera blanco si es lechón, pero rojo cuando adulto, mientras que el pato entra en la clase de carne roja. ¿Y si nos ceñimos al vacuno? Si aceptamos que la ternera es blanca y la vaca vieja roja, ¿de qué color son los callos?

      A mí, cuando no me hablan claro, se me nubla la vista y el cerebro se me echa a volar. A los tontos se les identifica mejor desde arriba, sobrevolando sus sandeces y el gesticular grave con las que las acompañan y subrayan.

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    • Ayer salía en la prensa un muchacho que ha perdido casi 90 kilos en un año. Tuvo que operarse el estómago cuando sus 180 kilos no le dejaban atarse los cordones, entre otras minucias. El tío, claro, está encantado y ha constituido un grupo de apoyo a otros gordinflas extremos.

      Yo he pasado por un trance semejante, afortunadamente sin cirugía, porque la cosa no era tan extrema, pero lo entiendo como si lo hubiera parido.

      A mi juicio, a ese muchacho deben nombrarlo ministro de sanidad. En un país azotado por la obesidad y la diabetes, que son dos enemigos de cojones, su ejemplo puede ser valiosísimo. Naturalmente, mucho más que una ministra balbuceando tonterías acerca del Ébola.

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