Variaciones y conservas

Martes, 4 de octubre de 2022

Recala en Santander el afamado pianista Lang Lang, durante su gira mundial con las ‘Variaciones Goldberg’. Aunque su innegable tirón le granjea un exitazo de público al Festival Internacional, sin cuestionar su agilidad técnica ni belleza de sonido -faltaría más-, algún crítico opina que Bach se fue disolviendo en una melaza de histrionismo romántico. Discrepo de esa visión ‘purista’ (así llama la RAE a quien pretende que una doctrina/costumbre se mantenga incólume, sin concesiones) y a continuación explico por qué esa actitud, fuera de la tauromaquia, no tiene sentido.

Mientras lo mantienen enjaulado, el Dr. Lecter se deleita con las ‘Variaciones Goldberg’. Es un psiquiatra singular, cuyos funestos hábitos lo sitúan en la historia del cine como ‘Aníbal, el caníbal’. Culminando el aria de su versión favorita, la de Glenn Gould, el loco/loquero se zampa la nariz de un guardia y los higadillos de otro. ¡Menudo trasfondo barroco para tales violencias! El caso es que Lecter se embelesa con una grabación de 1981, cuya aria dura 3 minutos, pero Gould grabó otra, en 1955, donde el aria no llega a 2 minutos. ¿Qué pensaría Bach de tamaña oscilación?

Caprichos de la Historia, su opinión pudo importarnos un rábano. A sus 38 años obtuvo plaza de músico oficial en Leipzig, porque otros candidatos más apadrinados declinaron la oferta del tribunal. Y allí lo tuvieron puteado hasta su muerte, 27 años después, censurándole la música y obligándolo a impartir clases a trisca. Y allí fue eclipsándose, olvidado en favor de pipiolos (hijo suyo, alguno) que por caridad remataron obras inconclusas o imprimieron partituras polvorientas del viejo. Y allí lo sepultaron en 1750, en una tumba que permaneció anónima el más de un siglo que tardó Bach en ser leyenda.

Mediada su estancia en Leipzig, publicó las ‘Variaciones Goldberg’, no se sabe con qué propósito. ¿Encargo ex profeso, o quizá obra puramente didáctica, para el alumno dilecto que les prestó su apellido? Ni siquiera la partitura es indiscutible: la autógrafa se perdió y sucesivas ediciones contienen errores y rectificaciones que mueven a dudar qué escribiera Bach, exactamente.

De su propia interpretación, ¿qué decir? Un musicólogo subrayaría que el metrónomo no se patentó hasta 1815 (alguno afirma que Beethoven erraba los tempos porque aún no dominaba el invento), pero yo les invito a viajar al tórrido verano neoyorquino que escenifica Billy Wilder en ‘La tentación vive arriba’. Arriba mora una candorosa Marilyn Monroe, que dice tener su ropa interior en el frigorífico, y abajo el rodríguez que planea seducirla con el Concierto para piano nº2 de Rajmáninov, obra célebre que salvó al maestro de la depresión y obra dificultosa que ayuda a dilucidar certámenes pianísticos. Pues bien, cosa rara en la música clásica, está grabado Rajmáninov tocando su auto-versión y sucede que grandes colegas (Vásáry, Trifonov) ejecutan versiones distintas, siendo contemporáneos. ¡A saber cómo tocaría Bach sus ‘Variaciones’!, si con adusto formalismo barroco o con una pizca de rebeldía presenil.

El hecho es que las compuso para clavicordio y se rumorea que el piano, en su tiempo un prototipo advenedizo, no era de su gusto. Visto así, quizás él prefiriese oír sus ‘Variaciones’ con Pierre Hantaï al clave, pero yo soy refractario a ese piticlín-piticlín, cuyo cursilón puntillismo me eriza de ronchas. Yo las disfruto al piano y, de hecho, las tengo en la cabeza conforme al estilo de Tatiana Nikoláyeva o, sobre todo, de Murray Perahia. Este ha conformado mi versión ‘favorita’, pero jamás me decepcionaría un pianista que se sienta más afín a las versiones de María Yudina, Peter Serkin o András Schiff.

A la salida del concierto de Lang Lang, un propio lamentaba de refilón la ‘incomprensible lentitud’ de sus ‘Variaciones Goldberg’. Seguramente él se haya ahormado a discos de Chen Pi-hsien, que las ‘despacha’ en 55 minutos, pero ignora que la enorme Rosalynd Tureck las ‘expandía’ hasta hora y media. Esa banalidad no debe ocultar que Lang Lang las interpretó casi en la línea chopiniana de un bello nocturno, oscilando exquisitamente entre la ligereza jazzística de un Bill Evans y la hondura sifilítica de un Schubert. Y quiso prolongar esa atmósfera con un sentido preludio de Debussy, lo cual seguramente Murray Perahia no lo aplaudiría sin reparos, pero tampoco lo denostaría sin paliativos.

Por último, no me da la gana descender a la mezquindad de quienes le recriminan ‘amaneramiento histriónico’ o una ‘impostada teatralidad romántica’. La mezquindad del idiota que de un recital de la enérgica Yuja Wang solo ve oportuno glosar su ceñido atuendo, sus tacones mareantes o su minifalda vertiginosa. Prefiero abstraerme, imaginando qué hubiera sentido Bach, y me da por creer que no fuera el horror de ver su obra degenerada e irreconocible, sino la gratitud por verse al fin reconocido. La gratitud (y la venganza) por sentir que su partitura se engrandecía por haber tendido puentes hacia la eternidad que sus coetáneos le negaron.

2 comentarios en “Variaciones y conservas

    • Carezco de muchísimas habilidades, p.ej. la de hacer fuego frotando palitos, y no digamos la de saltar de árbol en árbol con lianas tarzanescas. Sin embargo, solo una carencia me causa una envidia absoluta: la de tocar un instrumento. La infancia se me pasó sin aprender y luego todo fue envidia.

      ¿Qué instrumento? La espectacularidad del piano choca con su armatóstico volumen y durante un tiempo creía yo que lo ideal sería combinar la sonoridad con la portabilidad, de modo que el violín y la guitarra se me hacían más ‘amables’. En fin, si pudiera dar marcha atrás, hoy me inclinaría por el violonchelo, pero ya no hay marcha atrás.

      Tengo observado, no obstante, que muchos intérpretes -algunos, con la carrera musical completa- dejan de tocar su instrumento. Sé de médicos, en particular, que abandonaron completamente la guitarra, el piano, la flauta o el clarinete. Para mí son sujetos incomprensibles, pero no voy a discutírselo ahora.

      Lo que sí digo es que la música llamada clásica es un universo donde merece la pena brujulear. Los ingredientes son fáciles: dejarse llevar, primero, e indagar con alguna curiosidad, después. La curiosidad te lleva a la convicción, p.ej., de que podrías escuchar siempre y nada más que a Chopin y Schubert. A partir de ahí, cada palo aguante su cirio.

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