23 de enero de 2012
Ha fallecido Francisco Palacio Angulo. Paco, don Paco.
Aunque han transcurrido casi 40 años, los ladrones del tiempo, esos funcionarios cósmicos que van royendo vida y memoria, han sido incapaces de socavar la figura de don Paco. Indeleble, enjuto, con grueso jersey y botas de montaña y ojos de piscina, sigue acuclillado enseñándome a plantar unos cipreses, en el primigenio Colegio Altamira. Sigue componiendo algún número de «Gotas», o interesándose por algún detalle del taller de cerámica, o cantando Antón Pirulero en aquel sótano misteriosamente mohoso.
Por allí pasaron Vital Alsar, con sus heroicidades oceánicas, y Agustín Ibarrola, para descifrar algún secreto del cobre, pero ¡nada que ver! Don Paco, con su voz grave y parsimoniosa, como de estrella radiofónica, desgranaba ideas extraordinarias e inolvidables sobre el románico de Frómista o la pedagogía Summerhill, o impartía la asignatura «Leer el periódico». Y había que verlo, como un juglar sin laúd, preguntando si eso de la huelga en el Metro significaba que se habían declarado insumisos los centímetros y nunca más mediríamos con ellos el mundo.
En el tanatorio no faltaban, claro, don Agustín ni don Joaquín. Ellos y don Paco me enseñaron el idioma francés y a jugar a los bolos y a entender el estilo literario de Baroja y a saber que la cara musgosa del árbol se orienta hacia el norte, todo lo que acabó fraguando en lo que soy. Pero yo, con los rimbombantes tecnicismos de mi oficio y los rigores de la quimioterapia, ¿qué le he devuelto a don Paco? Vergonzosa, mi ignorancia, mientras él seguía con su huerto ecológico y su observatorio de estrellas, por las brañas de Luriezo, dando testimonio de una fuerza inverosímil, de puro sencilla y calma.
Quienes gobiernen el Universo no pueden derrochar a semejantes maestros. Deben de ubicarlos en algún Beatus Ille vaporoso, para que sigan enseñando todas esas cosas imprescindibles. Gracias, don Paco, y hasta la vista.